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l olor fresco del vino encerrado en sus cárceles de

roble, que se colaba entre las microscópicas narices

por las que la madera respira, perfumaba la nave central de la

bodega.

Para quien se adentra por primera vez en los vientres sac-

ros donde el jugo de la uva transmuta y se gesta en vino, la

magnitud de esos espacios siempre en penumbras, semejan

catedrales paganas con gordos fieles tubulares alineados en

filas calladas.

Son altos los techos triangulares apoyados en geométricas

figuras desde donde penden las lámparas que iluminan,

apenas con la luz exacta, los pasillos por los que acóli-

tos laicos de estas iglesias seglares

trabajan diligen-

tes

en su faena diaria que honrará luego al Dios Baco.

Los pasos retumban y se multiplican en oscuros ecos que

rebotan de barril en barril, y de tonel en tonel, hasta perderse

tímidos en algún hueco final allí donde el suelo se besa con las

paredes.

Gruesos muros de ladrillo y piedra separan el néctar que

alguna vez fue parte de las uvas, de los campos donde esas

mismas uvas crecieron.

Hay un cierto valet rústico en el día a día de una bodega y sus

viñedos que Oscar conocía muy bien.

Había sembrado junto a su padre las primeras vides, y traba-

jado la tierra con las herramientas más rudimentarias en sus

comienzos, hasta llegar a lo mejor que la

tecnología podía ofrecer en la

actualidad.