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DECEMBER 2016 -

SEXY GLAM

MAGAZINE -

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como muchas otras, él mismo lo había hecho. Sabía que no

era saludable pero la costumbre, en ocasiones, es enemiga de

la razón.

El tren corría como una enorme lombriz hambrienta, lleno

su vientre con cientos de humanos que desechaba y volvía a

engullir en cada estación donde se detenía.

Hay siempre cierta sensación de adormecimiento letárgico en

muchos de los que viajan en los trenes subterráneos modernos

de cualquier ciudad del mundo; quizá se deba a las oscuri-

dad que reina fuera de los vagones mientras discurren por

los túneles, o al hecho de saberse en las entrañas de la tierra

en una mezcla de sepulcro y vientre materno que nos aísla y

separa de la urbe que pulula allá arriba.

John, cuyo trabajo consistía en diseñar complejas bases de

datos para computadoras, sentía que ese momento de aislami-

ento en el Metro era para él, lo que al sistema informático las

rutinas de depuración de datos. Allí, como por arte de magia,

su memoria hacía limpieza de información innecesaria y las

arrojaba, como hojas arrugadas, al cesto de los papeles que

toda computadora tiene en su pantalla.

Durante ese corto trayecto cotidiano entre la estación de

origen y la estación de destino, él olvidaba lo que consideraba

irrelevante, los “archivos temporales” que creía ya no necesi-

tar más.

Sin embargo, así como todo sistema informático en ocasiones

presenta fallos, ese día en particular su depuración de datos

también falló y olvidó, sin que lo notase junto a otros datos

menores, la llamada telefónica que unos días atrás había ju-

rado hacer ese viernes antes aquel corto viaje en tren.

Cuando las puertas del vagón se abrieron en la estación de la

calle 53 con Séptima Avenida, John caminó en dirección a la

salida del edificio de una tienda por departamentos, evitó su

entrada, y comenzó a recorrer el largo sendero que lo llevaría

a su oficina.

Aunque el corredor subterráneo tenía en muchos lugares un

espacio considerable, en la mayoría de su trayecto el ancho

promediaba los cuatro metros y medio. A lado y lado una suc-

esión interminable de negocios de todo tipo salpicaba con sus

vidrieras, de luces y colores toda aquella avenida subterránea.

La galería estaba perfectamente iluminada, tanto por las luces

de los propios negocios, como por la doble hilera de focos

empotrados en el techo que, como una columna vertebral,

corría por aquellos senderos. El piso de baldosas de granito,

perfectamente pulido y brillante, colaboraba duplicando la

luminosidad del lugar.

Cada tanto, en medio de dos locales comerciales, se veían

pequeñas entradas con puertas de ascensores que comuni-

caban con los pisos superiores de los distintos edificios que

se elevaban sobre aquel hormiguero urbano. Había, también,

otras puertas menos evidentes en su función, más discretas y

que, sin ser demasiadas, se podían ver en algún momento a lo

largo de esos interminables pasillos.

John había visto aquellas puertas muchas veces, infinidad de

veces, sin prestarle mayor atención.

Una delgada puerta color gris, entreabierta, capturó su interés.

Se percató que nunca antes la vio, o si lo hizo ya lo había olvi-

dado. Parecía antigua, y contrastaba con los pisos pulidos y la

abundancia de luces como si estuviese extrapolada de alguna

casona vieja y descuidada.

El hombre que se asomaba por esa puerta desde adentro, lo

miraba afable directamente a los ojos de John a medida que

este se acercaba a la puerta gris.

-

Hola, John - dijo aquel émulo del Cancerbero.

John no pudo evitar la sorpresa. ¿De dónde conocía él a aquel

hombre? Instintivamente, y sabiendo que su nombre era uno

de los más comunes en los Estados Unidos, giró para mi-

rar detrás pensando que, quizá, otra persona con su mismo

nombre era el destinatario del saludo. Evidentemente no había

otro John en las inmediaciones porque nadie pareció sentirse

aludido.

El hombre se asomó un poco más, y estiró su mano en señal

de saludo cuando John se encontraba a un par de metros de

distancia. Cuando sendas manos derechas unieron sus palmas

y los dedos abrazaron la mano del otro, John supo de inme-

diato que realmente conocía a su interlocutor, sin embargo

le resultaba imposible ubicarlo en un lugar, o un momento

determinado.

El hombre también vestía de gris y parecía como si la puerta

hubiese sido vendida con portero incluido, por lo bien que

ambos conjugaban.

John no pudo evitar la curiosidad y atravesó aquel umbral al

que el hombre de gris lo invitaba a cruzar.

Inmediatamente traspuesta la puerta, una gran sala atiborrada

de estantes, pasillos y todo tipo de cosas se abrió ante él. Le

pareció extraño que fuese tan inmensamente grande ya que

se veía aun mayor que el edificio que se erigía por encima

de la calle, pero como se trataba de una construcción subter-

ránea John pensó que muy bien podía extenderse por debajo

de calles y avenidas sin tener que estar condicionado por el

tamaño de la manzana, como ocurría en la superficie.

Los pasillos estaban bien iluminados, el lugar se veía pulcro,

ordenado, pero a pesar de ello el aire que se respiraba, sin

tener ningún olor en especial, olía a confinado y viejo.

El anfitrión oficiaba de cicerone de John mientras lo conducía